La esquiva migración de globos aerostáticos

No me hagan mucho caso. El asunto fue extrañamente caótico como mi buena estrella lo dicta, si no que aburrido sería de contar. –¿Cómo te fue? –Bien. Estuvo bien bonito. –¿Qué hubo? –Pues globos y así. Volaban, en la mañana los fuimos a buscar, luego en noche los prendieron y se veían padres. Una banda […]

No me hagan mucho caso.

El asunto fue extrañamente caótico como mi buena estrella lo dicta, si no que aburrido sería de contar.

–¿Cómo te fue?

–Bien. Estuvo bien bonito.

–¿Qué hubo?

–Pues globos y así. Volaban, en la mañana los fuimos a buscar, luego en noche los prendieron y se veían padres. Una banda tocaba. Y ya.

Y ya. Adjetivos más, palabras menos, esa sería la reseña común. Pero no vale hacer eso.

Lo que sí, es que yo me quería subir al globo. Lo anuncié por todos lados y no se pudo (no alcancé presupuesto, pues echó mano de éste el dentista primero ). Así que, si creen que que hay envidia entre las letras, es que probablemente la haya. Pero no todo es así.

Bien.

Sami fue el viernes temprano e hizo un vídeo muy coqueto en el Facebook live. Todo se veía apacible, soleado, y de acuerdo al plan en Laguna del Mar; los globos se inflaron, subieron y se fueron.

Luis, estaba ahí y, como supongo que no había nada de gente, le invitaron a subir. Pero, denegó la invitación, pues gracias a las fotos y al telefoto, observó que aquello superaba, por mucho  la altura tolerada por su persona, entre otras cosas.

Me encontré a Sami en el evento en la tarde (en el de los globos, por supuesto), y me platicó eso, y que, igual y si fuéramos al día siguiente, me invitarían a subir como a Luis. Todo dependía de las circunstancias, y, obvio, me apunté. Más puesta que un calcetín de lana en invierno.

Yo iba mentalmente preparada para subirme a un globo anclado. Pero hizo tanto viento y frío que solo inflaron uno, y se necesitó de dos camionetas y seis personas para mantenerlo en su sitio. Entonces, los  que habían desenrollado sobre el pasto, esperando las condiciones climáticas idóneas,los guardaron sin mucha ceremonia.

Los demás improvisaron y sacaron las canastillas, aventando fuego al aire. Se veía simpático y calentaba el ambiente.

Nadie subiría esa noche. El viento lo impedía. Pero habían anunciado que, los que habían comprado boletos, el sábado podían ir con su boleto y se los harían válido. Una atracción de subir y bajar (el globo estaría atado), no de pasear, como era en la mañana, y obvio, más barato.

Mientras, podían disfrutar de la tarde noche en la explanada con el show de lanzallamas. Para calmar la sed, había cervezas y margaritas más congeladas que yo, y café con licor.

En lo que estaba listo el café, me acerqué, y tuve ocasión de ver las canastillas de cerca. Si venía una ráfaga fuerte, se mecían. Se me hizo que estaban más profundas las cestas en las que llevas el pan. No había espacio. Eran pequeñas y bajitas. El primer gulp resbaló por mi garganta.

Lo primero que pasó por mi mente «¿cómo le habían hecho para darle la vuelta al mundo en ochenta días, si ni siquiera cabía bien uno sentado?». (Lo sé, es ficción, pero aun así la pregunta brotó). Ya no hablemos de llevar una discreta maleta o neceser.

Me quedé con esa inquietud. Pero entregué mi destino a la máxima de “si se da que bueno, y si no también”, pues no quería sorprenderme a mí misma como una cobarde.

De regreso en casa,  puse un intrincado sistema de alarmas para despertarme a las 5 am. Según los señores globos, empezaban a las 6:30 am.

Cuarenta minutos para dormitar,dar vueltas en la cama y no arrepentirse, veinte minutos para bañarse y arreglarse. A las seis pasaron por mí. Y media hora hasta la zona de despegue, de nuevo en los bellos parajes de Laguna del Mar.

El ambiente estaba congelado. No sé si era por la madrugada o por razones de que aún no se nos acaba el invierno (lo más probable), pero no salimos del carro.

Íbamos los papás de Sami, Sami y yo (semi presencialmente). Ellos ya se sabían la dinámica: Llegan las camionetas a la explanada y empiezan a bajar las barquillas, desenrollar los globos, prender los  ventiladores. Y por eso mismo, se estacionaron justo enfrente, donde podríamos apreciar el proceso y bajarnos en corto para tomar fotos.

Sin embargo, no todo es como se planea.

El papá de Sami notó que el asunto no fluía como debía ser. Probablemente porque hacía viento. No crean que algo huracanado, no. Algo leve, si acaso veíamos la copa de los árboles mecerse con flojera.

Entonces observé algo que rompió todas mis ilusiones aventureras:  estaban todos en posición, expectantes, cuando un chico trajo en la mano un globo. Uno normal, pequeño, de latex, de esos de fiesta; lo llenaron con helio, le hicieron un nudito… Y lo soltaron.

El globito subió haciendo cabriolas y parecía santiguar por donde pasaba (arriba, abajo, a un lado al otro) a velocidad vertiginosa.

Bien, pues ese es el método científico para ver la calidad de las corrientes y hacia dónde van a ir los globos grandes con personas adentro.  De esa forma me enteré, que no tienen mucha injerencia sobre la dirección del artefacto volador; una vez inflado y flotando este adquiría la libertad de una bolsa de plástico en torbellino.  Para el piloto (o domador) existía solo el arriba y el abajo.

Me pasé mis comentarios con saliva.  Mi voz interna me advirtió «Si te subes a una de esas cosas, voy a ir gritando todo el camino». Pero una vez más sacudí esos pensamientos de mi cabeza. La aventura es la aventura.

En eso, no muy convencidos aún por los resultados arrojados de tan fino instrumente de medición, inflaron otro globito y lo soltaron. Tuvo el mismo destino que el primero: se fue para el rumbo de no sé dónde, zigzagueando a velocidad luz.

Se dijeron algo unos y otros. Hicieron señas a los demás. Recogieron sus cosas y salieron de la explanada.Como no se regresaron por donde vinieron, supusimos que habían puesto en marcha el Plan B.

—Pues yo creo que hay que seguirlos— Fue la afirmación de Sami mientras prendía el carro y giraba, poniéndose justo atrás de una van (de la del globo de Bruja, de hecho).

La mamá de Sami estaba emocionada, y al grito de guerra de «Great! Balloon chasing!» Nos dimos a la tarea de no perderlos de vista.

Por un lado, teníamos la caravana de camionetas y carros. Y por el cielo, se abría paso (temerariamente), el ultraligero. De hecho, cuando nos agarró un Alto, y no supimos para dónde ir, el ultraligero, evidenció la ubicación y el rumbo a seguir.

Así pasamos por calles que no conocía. Llegamos a un gimnasio, pasamos un yonque, luego la cárcel (sí, eso que están pensando ustedes, también lo pensé yo), cruzamos un área con desperdicios varios (desde ropa y una defensa de camioneta, hasta un excusado verde y hermosos tubos de rayos catódicos); y después de una curiosa (e inquietante) formación de llantas que decía “solo mujeres”, estaba una pista en la que se estaban acomodando “los globeros”.

No sé cómo supieron de la ubicación (excede mi conocimiento, y la verdad después ya ni pregunté), pero ya había mucha gente esperándolos ahí. Y llegaron más. Estos globos fueron todo un éxito en Puerto Peñasco.

Todos armados con cámaras y celulares, (algunos, los más creativos y visionarios, traían café), observando con curiosidad todo el proceso de inflado y elevado.

Una vez más usaron el singular ritual de “liberen el globito”. Esta vez parece que les convenció el resultado, porque a una señal, todos empezaron a descargar, desenrollar e inflar con ventiladores los globos.

Todo el proceso fue intrigante. Colocaron las camionetas y enceres necesarios en paralelo. Prendieron los ventiladores, y todo parecía estar coreografiado . Se metían adentro del globo, lo estiraban; revisaban que no tuviera fugas, ni que el suelo estuviera muy rugoso o con piedras puntiagudas.

Las barquillas, acostadas de lado en lo que se llenaba de aire. A la vez que el globo iba tomando forma, calentaban el aire, abriendo fuego con los tanques y así ganaba altura. Conforme se separa del suelo, enderezaban la canasta y se subían los que tenían que subir, porque una vez que esa cosa agarra vuelo, si no está amarrada a nada, se eleva y bye, se va.

Así pasó cuando uno de los primeros en salir, casi me descalabró por andar de distraída tomando fotos. Sentí como me pasó rozando. Y cuando volteé, flotaba justo arriba de mí.

A esa corta distancia, alcancé a observar que no había ni cinturones de seguridad, ni nada, y cómo el que piloteaba el globo, estaba cómodamente con una pompa de fuera y… ¿Qué alguien traía cargando a un niño? No lo pude confirmar porque en ese momento el sol me atacó de frente. Pero en serio, espero haya sido una ilusión óptica.

Me acerqué a tomar foto de otra canasta que aún no salía; herramientas de mecánica básica, dos tanques de propano a los que se les prende fuego para calentar el aire.  Se le incluye a las personas que deseen vivir la experiencia y ¡adiós! Si te agarra el vértigo, no hay espacio ni para hincarte con sacrosanto terror.

Uno incluso, en vez de cesta, se armo un arnés y se fue columpiando, con los tanques en la espalda.

¡Ah, pero que hermosos se ven! Ya todos a punto de despegar. Coloridos, contrastando en el cielo azul. Tan pacíficos, enormes y, por qué no, fascinantes. Elevándose, bufando,  flotando con algo parecido a la pereza, sin embargo, en un tris, se vuelven pequeños a la vista.

Inducen a fantasías, a sueños, a aventuras. Sí, dan alegría verlos pasar. Y sí, por un segundo olvidas todas las reticencias y neurosis, y quisieras estar ahí arriba, rumbo a OZ, al Polo Norte, la Isla Pirata o donde su imaginación se estacione.

Pasaron por enciman de nosotros, y por arriba, muy cerca de las casitas de por ahí … Y por supuesto, por arriba de la cárcel (hubiera sido una fuga de película, la verdad, que me hubiera dado un ataque de risa loca).

La cara de adultos y niños, era la misma; ilusionados, impresionados. A gritos se incitaban a salir a la calle y subirse a los techos de las casas. Brotaban personas como burbujas.

De nuevo el grito de batalla «balloon chasing!», y nos subimos al carro, siguiendo la corta y escurridiza migración de paquidermos aerostáticos. Y allá van también las camionetas siguiendo a los globos, para recogerlos.

La mayoría había tomado altura y disfrutaban de un viaje (creo yo) sin contratiempos. Pero había uno, que de plano parecía ir a ras de suelo. Por toda la llanura parecía que quería ir cortando flores o yo que sé, y se acercaba lenta e inexorablemente a unos cables de luz.

Muchos nos paramos al lado del camino, para sufrir con angustia ese largo infarto en cámara lenta. Una cuatrimoto se le acercó, y pensamos que iba a bajar ahí, que ese sería el final de su recorrido. Sin embargo, a última hora se elevó (y, no pasó a mayores, pues esta nota ya tendría otro matiz y otro encabezado). Lo que sí, es que parece que se elevó de más, porque se volvió un puntito en el cielo  y fue a parar hasta quien sabe dónde. Unos descendieron en el estacionamiento del Centro de Convenciones, la Bruja incursionó un poco más allá del campo de golf  (que un error de cálculo, y se da de cara con los condominios, pero estaba todo fríamente calculado), pero el otro pobre terminó creo que hasta por Casa Blanca (me imagino que ese viaje si debió ser extremo).

Llegamos justo a tiempo para ver el proceso de guardado de la bruja en el estacionamiento de Las Palomas. En menos de veinte minutos ya no había más que una camioneta con imágenes de globos en los costados, como si nada hubiera pasado.

Todos los globos habían desaparecido. Como si hubieran sido un espejismo.

De ahí nos fuimos a desayunar al Giussepis, platicando, sobretodo del individuo que decidió “fly solo” (válgame, pero qué cosa, eso es tener un seguro médico y de vida muy eficiente), y luego cada quien por su lado.

En la tarde, de nuevo el Festival, en la explanada de Laguna del mar. Pero ahora sí, se había corrido la voz y para entrar era una fila de  dos (sí, DOS) horas y cachito. Muchísima gente. Entre los que solo iban a ver, los que no subieron el día anterior, más los que querían subir ese día.

Me resigné a quedarme a nivel de piso (sin mucha pena, la verdad, pero, aun así, me quedé con la espinita).

El espectáculo, fue hermoso. Ver los globos prendidos en la noche, rugiendo y escupiendo fuego con un poco de música. Ya no supe si subieron y bajaron. Dos horas en el carro, tarugeando en el teléfono, pues te quedas sin pila (literal y metafóricamente).

El domingo también repitieron la hazaña madrugadora, pero yo ya no.  Y para la tarde, ya no estaban. No había ya nada de ellos, más que fotos, que evidenciaban que si habían llegado, y con el viento se habían ido, a quien sabe dónde.

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