No solo es madre, es mujer.

Que si la mamá más buena, que si la más mala. Que si la sabiduría infinita y el dolor exquisito. Que si la entrega absoluta y la realización como género. La maternidad. Hablan de ello, como si fuera el único gran logro y satisfacción de las mujeres. Recuerdo a mamá y suspiró.  Es el centro […]

Que si la mamá más buena, que si la más mala. Que si la sabiduría infinita y el dolor exquisito. Que si la entrega absoluta y la realización como género.

La maternidad. Hablan de ello, como si fuera el único gran logro y satisfacción de las mujeres. Recuerdo a mamá y suspiró.  Es el centro neurálgico y se definen en función de eso. Todo lo demás se desvanece: profesiones, metas, sueños, ilusiones. Como si la única razón por la que lloran en las noches, es porque a sus hijos les pasa algo.

Encima de todo, aparte tienen que sobrellevar a cuestas el estigma de que los padres son los culpables de todos los traumas. Los hijos somos unos tiranos que nos creemos el centro del universo y las víctimas de este.

Yo, en lo personal, no sé si tengo la más buena o la más mala. Tengo la que me tocó y gracias a ella yo soy quien soy. Y soy consciente de que no fui (y al parecer me empeñé en no ser) una “responsabilidad” nada fácil de criar.

Nada más agradezco, que aparte de ser mi mamá, me enseñara lo que es ser mujer y persona.

Mónica lloraba de frustración o de alegría. Rezaba para que le mostrara un camino, luchaba por su realización. No dejó que un sustantivo la definiera. Se esforzó por ser un ser más complicado.

También tenía una mamá, unos hermanos, inquietudes, anhelos  y una vida que se narraba y sucedía fuera de esa burbuja “hijil”. La placenta fantasma que le llamo.

Tuvo dolores físicos, errores, arranques de ira, de cariño y momentos de egoísmo. Me enseñó que no era perfecta, que la ilusión de poemas y palabras bonitas venían de espectros culturales.

Fue mi primera enciclopedia y mi primera fuente de conocimiento no tan confiable, como supe una vez que aprendí a leer. El famoso “porque lo digo yo” era debatible en algunas ocasiones.

No se ofendió, ni mucho menos. Reconoció que no era geóloga, bióloga, climatóloga, física, médico ni herrero, ni carpintero, ni cualquier profesión que se requiera cuando una niña empieza con la necedad del “¿por qué?”.

Un día apareció con las enciclopedias de ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? Y ¿Por qué?. Si no está ahí, entonces lo buscamos en otro lado.

Por las tardes, a mis hermanas y a mi, nos metía hacer cualquier actividad, en lo que ella hacía sus cosas, leía, iba con amigas o simplemente se relajaba con el sonido de que por una hora y cacho sería responsabilidad de otros extraernos toda la energía extra. Incluso los sábados… ¡Órale! ¡A los scouts! cuatro horas de salvaje entretenimiento, en lo que ella iba a los aerobics, cultivaba amistades, llevaba a desayunar a la abuela o se bebía una novela.

Éramos su responsabilidad más importante, pero no la única.

 

No nos impuso sus ideales, ni sus expectativas. Ella aún tenía la fuerza y las ganas de hacerlas por ella misma. Y un día hizo el examen de la universidad para estudiar Psicología y lo pasó. No solo eso, la terminó con honores.

Con un marido que primero se encerró en sí mismo por estudiar una maestría, para después huir a un  cerro al otro lado del país, a vivir su vida soñada de hombre Malboro, con cualquiera que fuera el pretexto. Él se podía dar ese lujo. Ella, no. Sufrió de traición por  aquel que juró amarla respetarla y apoyarla. Se decidió por el divorcio. Convivió con la soledad, la pobreza, la frustración, la tristeza,  la incomprensión, el sentirse inútil.  Con tres monstruos feroces que no entendían nada de la vida (y que se la querían comer a mordidas), pero que eventualmente los haría entender. Vaya que lo haría.

Tenía miedo. Se angustiaba.  Tenía subidones de adrenalina. Se mordió el orgullo hasta sacarle sangre.

Se negó al jugar el papel de mujer resignada y madre abnegada en secreto. Adquirió el compromiso de demostrarle a ella, a él, a nosotras y a todos que saldría adelante. Yo la ayudaba con la tarea, a leer en inglés, a pasar sus trabajos en la computadora.

Aprendimos que los traumas se dan, existen, pero que son responsabilidad de cada uno si los lleva a cuestas. Y fue a terapia.

Padecimos de adolescencia y ella de un intelecto que viajaba por los diferentes padecimientos de una carrera que cuestiona todo lo aprendido y lo no aprendido. No para frágiles de mente. Todas crecimos. Nos reímos unas de otras y unas con otras.

Nadie te debe nada. No te mereces el todo solo por ser “tú”, define primero el “tú”, trabájalo.

Las cosas cambiaban. Los regalos se transformaron de manualidades y “utilitarios” a algo que le reconociera sus gustos. Las hermanas pactamos que los artículos que facilitarían la vida hogareña, eran para todas; se comprarían en cualquier momento y jamás como regalo (a menos que fuera una boda).

Con el paso del tiempo, se equilibraron las hormonas y se promediaron las edades. Cayó de peso lo humano, el reconocimiento, lo demostrado y el entendimiento por la mujer que representaba el papel de mamá, entonces ella y mis hermanas se volvieron mis mejores amigas.

Podré no estar de acuerdo con ella en algunas cosas, puedo no creer lo mismo que ella, podremos discutir de percepciones universales hasta el amanecer. Sin embargo, veo a mis hermanas y son excelentes personas.

Una maestra, otra doctora, Cada una sorteando todo lo que se necesitó para hacerlo.

Se preocupan por las personas y en base a eso ven resultado. No se fían siempre de fórmulas anquilosadas de enseñanza o de aprendizaje. Entienden el valor de sostener una mano, de escuchar o de un dulce extra.

Sin embargo ni significa que lo tomen todo a la ligera y no se enojen. No se confundan, no. No son Gandhi, son dragones. Todas lo somos.

Cada quien busca su camino, pero siempre con un pie en base.

Inició un pequeño ritual en la mesa o en la cocina.  Alguien tenía un día difícil, una pena, un chisme o algo que contar y gritábamos ¡Saquen el vino! Una botella, cuatro copas, algo con qué acompañarlo. Buscábamos consuelo, apoyo, respuestas, discusiones estimulantes, compañía. También podía ser con café, capuccino o té

Juntas aprendimos  que el vino y las galletas con philadelphia no son para ahogar las penas, si no para celebrar la compañía.

Si, lo hizo. Salió adelante y en el camino transformó a tres monstruos en tres aliadas.

A ella le da igual festejar o no el día de las madres, es solo un día con etiqueta, una sugerencia. Podemos salir cualquier día, El momento real de celebración es cuando estamos las cuatro juntas, entonces ya vemos que inventamos.

En un mueble de la sala tiene  una foto de las cuatro por cada año, desde que se le ocurrió eso.

Se emociona, lo planea, lo disfruta. Ese es su gran regalo, lo demás, va y viene.

Entonces  pregunto, si ellas están conmigo, ¿quién contra mi?

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