Imaginen a un Indiana Jones ensacerdotado, desmemoriado, maltratado un poco por el MKUltra, con visión de túnel en cuanto a sus creencias; al que no saben ni porque lo agarraron y lo acusan de cosas terribles que jura jamás haber hecho, pero seguro no está.
Imagínenlo corriendo, escapando por túneles húmedos y mugrientos en el Vaticano, recorriendo Roma por ductos secretos, siendo golpeado incesantemente por aproximadamente cuatrocientas páginas.
Ahora visualícenlo con una monja que no es monja de la cual se enamora tontamente, con un jardinero que no es jardinero, con unos sacerdotes que son masones, con asistentes que son matones y una CIA que sí es la CIA, pero no la que todos creen.
Ahora sean generosos y dénselo a un escritor –slash– periodista ambicioso, fanático las teorías de conspiración, (y seguramente de J.J Benítez, David Icke, Alex Jones e Infowars) y con un montón de información citable en sus manos, que le hace agua la boca.
Le damos tiempo para marinarse e imprimirse en celulosa y obtenemos el libro Secreto Vaticano de Leopoldo Mendívil López. Un libro que de haber sido un ensayo o reportaje habría sido tan aburrido como entrar a leer los archivos pelones desclasificados del FBI.
Un libro en el que los malos son muy malos y, además de fascinarles el suspenso, les encanta dar cátedra sobre lo que saben. Pero, como buenos catedráticos, tienen que darte a conocer el contexto histórico. Y … no sé si se ponían de acuerdo, por radio, mensajes, telepatía o sabe Dios cómo, pero siempre el villano o guía en turno (todos golpeaban al pobre protagonista), continuaba justamente donde se había quedado el anterior; incluso rellenaban los huecos de los personajes que aparecían eventualmente.
Me costó leerlo la verdad. Me costó mucho. Y eso que a mi me encantan las llamadas Teorías de Conspiración; son mi guilty pleasure, por eso me lo recomendaron. Sin embargo, lo hallé pesado, presuntuoso, y con el hilo conductor de la historia bastante frágil y soso, al grado que el escritor lo adereza con interminables flashbacks a medio capítulo, y con los cansados suspensos de sus personajes “explicatorios” o catedráticos.
Pio del Rosario, un sacerdote legionario de Cristo, se ve envuelto en una acusación de pedofilia, con la cual lo quieren chantajear para que se infiltre en el Vaticano, robe información y haga lo que tenga que hacer, en sacrificio por sus asquerosos pecados. Se entera que solo es un peón importante, pero prescindible de un ajedrez que se lleva jugando desde antes de la Segunda Guerra Mundial. Tan tan.
Se escapa, lo ayudan unos que también lo quieren chantajear, lo atrapan otros. Lo regresan, lo liberan, lo “rescatan”, lo manipulan, lo vuelven a atrapar.
Entonces el escritor se da cuenta que ya la hizo mucho de emoción, que se le acaban las hojas y ahora sí, a partir de la hoja trescientos le mete turbo, e incluso le clava un audífono en lo profundo del oído al ya de por sí maltratado protagonista, para seguirle instruyendo en las líneas conspirativas. Todo se acelera, nada se resuelve. El tercer secreto de Fátima sigue siendo un misterio. Te das una idea, sí, pero en concreto, nada. Los masones siguen siendo los masones, con infiltrados en el Banco Vaticano. La CIA sigue siendo la CIA con sus proyectos de control mental, agentes secretos metidos hasta en la religión, pero eso sí, los hay buenos y malos. La caverna del apocalipsis con cientos de años de historia (con guiños al dios solar Mitra y a la diosa etrusca Vanth) cuyo mayor interés es el de que tiene posters y afiches de propaganda de la segunda guerra Mundial en contra del comunismo. La fuente Q del evangelio original te dan a entender que existe, pero no te dicen dónde, y no, no esta en la caverna del apocalipsis debajo del Vaticano.
En fin, El caso es que te suelta una cantidad de información ingente, para acabar con nada y decirte que viene otro libro.
Ni se quejen de que se los espoileé, mejor denme las gracias.