Una novela road trip, escrita por una de las más reconocidas escritoras mexicanas contemporánea, que se desenvuelve como la carretera y sus horizontes, descubriendo territorios íntimos, personalidades, historias y moteles.

Vamos a empezar con una verdad: La lectura de Valeria debe ser con paciencia. Se lee lento y se guardan las palabras no hay que hacerlo apresurado porque nos perderíamos de lo que la hace una gran escritora; su redondez. Ningún enunciado, ninguna frase o palabra están ahí en vano. Si habla de ecos, todo es sonidos, o la ausencia de estos. Usa el lenguaje para exprimir sonidos. Desierto Sonoro es una novela que trata sobre un matrimonio en punto de quiebre. Él documentólogo, tiene un hijo de 10 años, Ella, documentalista, una niña de cuatro.  Después de algún tiempo de estar juntos trabajando en un proyecto, éste se termine y se abre la oportunidad de que cada uno persiga el propio; el buscando ecos de la última banda de apaches y ella, tras las voces de los niños migrantes perdidos.  Y un día dejan Nueva York y atraviesan en coche familiar el país con sus hijos en el asiento trasero y cajas con lo necesario para sus investigaciones.   Una

novela road trip, escrita por una de las más reconocidas escritoras mexicanas contemporánea, que se desenvuelve como la carretera y sus horizontes, descubriendo territorios íntimos, personalidades, historias y moteles. Es sutil pero inminente como la frase “niños perdidos” va tomando espacio y haciéndose densa entre el asiento trasero y los delanteros. La comunicación se enrarece, la visión se hace torpe y en túnel, hasta que inhalan ese humo creado y denso ocupando los pulmones y pensamientos de cada uno a su manera. Tiene varias líneas que se siguen, como un mapa de carreteras. La historia de cada uno se intercala con fantasías infantiles y la crudeza de la realidad. Es curioso cuando entre ecos se reencuentran dos generaciones y dos caminos que a de marcar severamente el futuro de los cuatro. Es una novela dedicada, bien armada que te deja la sensación de ese sudoroso viaje en auto, con…

Es arte, pero tengan en cuenta que también es propaganda. Y cuando el país no esta a la altura de lo que representa, los monumentos pierden su calidad de intocables

La frase idónea para justificar nuestra postura en contra sin que se note agresiva: “esas no son formas”. Es muy común, pulula en las redes y en las voces de amigos, conocidos, familiares y compañeros. Una forma fantástica para desligarnos y cerrar nuestros oídos. Que si marchan “no son formas”. Que si deciden no hacer nada “no son formas”. Que si avientan glitter “no son formas”. Que si gritan, que si se enojan, que si arremeten, que si rayan “no son formas”. Que si rayan. Detengámonos ahí porque es un tema del que justamente se cuelgan muchos para desprestigiar o justificar el porqué esas personas no merecen credibilidad alguna. Parece una ofensa nacional el que las personas pintarrajeen bardas, vandalicen monumentos y no me malentiendan, lo es, y debería de serlo. Ese es el punto justamente. La base del graffitti es la transgresión, además de un discurso de inconformidad política. Que se ve mal. Señores, eso es lo que se pretende. Que si los monumentos no tienen la culpa. Es

cierto, no, ellos per sé no la tienen, pero ya no están a la altura de lo que representan. Que si es una falta de respeto, ahí sí, la verdad, no lo creo. La falta de respeto sería la de no haber inspirado en la gente el respeto que se supone deberían profesar. ¿Qué es lo que caracteriza a un barrio peligroso? Su lejanía de la mano de dios, su poca presencia policiaca, su alto índice de delincuencia, sus mafias o pandillas, el ambiente tenso, su impunidad, sus calles oscuras, o descuidadas y propicias para los usos y costumbres de la vida criminal; y lo que ayuda a concretar bien la sensación de peligrosidad y anarquía son las pintas. Un barrio bien rayoneado, da más miedo que un barrio bien pintado. Entonces, el paso de mujeres pintando lemas, frases y demás, no se debe nada más al enojo y a…